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Opiniones

¿Quién habla de Apartheid?

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foto manuel jimenezPOR MANUEL JIMENEZ.-

En ocasión de la muerte de Nelson Mandela, quienes critican la sentencia del Tribunal Constitucional han querido restar calidad moral a quienes con derecho legítimo la defienden, cuestionando que rindan merecido homenaje y reconocimiento a este líder de dimensión mundial, que exalten su figura y el digno ejemplo que representó en la lucha contra el racismo y la discriminación.

Y es que en un nuevo intento por desacreditar la sentencia del Tribunal Constitucional del 23 de septiembre pasado, hay sectores que pretenden asociarla a una especie de reedición de aquel régimen inhumano que se llamó Apartheid. Según la definición más ajustada, Apartheid fue un sistema que consistió “básicamente en la creación de lugares separados tanto habitacionales como de estudio o de recreo para los diferentes grupos raciales, en el poder exclusivo de los blancos para ejercer el voto y en la prohibición de matrimonios o incluso relaciones sexuales entre blancos y negros”.

En República Dominicana no existe un conflicto étnico, aquí dominicanos no están segregando dominicanos por el color de su piel o por motivos raciales o religiosos. En Sudáfrica se practicó una segregación racial entre originarios de un mismo país, gente cuyo origen y nacionalidad no estaba en cuestionamiento, a los negros se les segregaba de los blancos, pero a esa gente de color se les reconocía de origen y nacionalidad Sudafricana.

Aquí, en República Dominicana, el conflicto que se plantea afecta descendientes o inmigrantes indocumentados y principalmente, originarios de Haití (extranjeros); que reclaman una nacionalidad bajo el método del chantaje, la presión y las amenazas; gente que en su gran mayoría se han valido de documentos de identidad por vías fraudulentas, incluso usurpando identidades (como se evidenció recientemente en una audiencia de la CIDH en México), para reclamar un derecho que les niega nuestra constitución y nuestras leyes.

Se tiene que ser muy recalcitrante y obsesivo para tratar de establecer similitud entre el Apartheid y el hecho de que República Dominicana, por primera vez, esté inmersa en un proceso serio y responsable para organizar, e incluso documentar, una migración masiva e ilegal que gravita económica y socialmente sobre nuestro país. Un tema que no solo nos divide lastimosamente (gracias a Dios es muy minoritario, aunque bullicioso, ese sector que aplaude las condenas y acaricia las eventuales sanciones al país por aplicar sus leyes), generando espacios a enemigos de éste pueblo más allá de sus fronteras, para cebarse cuestionando nuestro buen nombre como nación, pero además, pretendiendo que asumamos como nuestro un drama social y económico que ni siquiera la comunidad internacional ha podido encarar.

Haití, y no lo decimos con orgullo, es un Estado fallido, un país cuyas autoridades e intelectualidad prefiere motorizar e instigar campañas contra sus vecinos dominicanos antes que esforzarse por diseñar y promover la ejecución de políticas públicas que ayuden a su reconstrucción nacional, un país con autoridades que no han sido capaces de revertir la situación de miles de damnificados de su más reciente tragedia, el terremoto del 12 enero del 2010, a pesar de que la comunidad internacional dijo en la ocasión que movilizaría más de 11,000 millones de dólares para socorrer a los miles de afectados de aquel fatal sismo. Sus líderes se consumen en crisis políticas periódicas y recurrentes que solo agravan y deterioran su condición de nación y fuerzan a una migración masiva de su pueblo, para luego actuar de forma irresponsable, pretendiendo que otros carguen con su falta de visión y pésimo desempeño.

Por eso a los Guacanagarix de nuevo cuño hay que decirles que éste país no es la vieja Sudáfrica, que aquí no hay Apartheid ni segregación racial. Aquí está planteada una lucha por la preservación de nuestra identidad como nación, por el respeto a nuestra soberanía, nuestra Constitución y a nuestras leyes; una lucha que nos coloca en el camino de la legalidad, contrario a aquellos que presionan para que el Poder Ejecutivo se coloque en una situación de sublevación desacatando una sentencia que tiene la condición de irreversible y de vinculante a todos los poderes públicos como es la del Tribunal Constitucional.

Aquí lo que está en juego es la preservación del principio constitucional de respeto e independencia de los poderes del Estado, y en consonancia con esto, lo que procede es aplicar la sentencia del 23 de septiembre, y punto. Lo contrario, sería caer en la humillación, en la vergüenza y en nuestra propia degradación como nación independiente y dueña de su destino.

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