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Opiniones

Para que lo leas mañana

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ivelissePOR IVELISSE PRATS RAMIREZ.-

Como una llamarada, irrumpe este fin de semana a mi memoria su historia, que es también epítome de accidentados capítulos de la historia patria.

Nació en Santo Domingo en 1898, en cuna de oro, y no metafóricamente hablando. Su padre, inmigrante catalán que devino en comerciante próspero, hizo traer entre aserrines desde Paris un fastuoso “canasto” de mimbre, entretejido con hilos de oro, para el “príncipe” esperado.

A los 8 años, paseó por Europa, sus padres habían retrasado su luna de miel para llevarlo consigo, una excentricidad que se comentó en corrillos de la ciudad aldeana.

Del viaje regresó, hablando fluidamente francés e italiano, más abiertos que nunca esos ojazos grises que todavía me miran y me advierten desde el alma.

Se convirtió en un joven inteligente, lector voraz, acucioso, escritor caudaloso, con fuertes y claras ideas sobre la sociedad y sus injusticias, la política vernácula y sus mezquindades, y la imperiosa necesidad de cambios que él sentía próximos.

Los cambios llegaron, ciertamente, para poner “patas arriba “su mundo: el triunfo del comunismo en 1917, un año antes, el cambio, un mal cambio que trajo a nuestro país la intervención.

Ambos cambios sacudieron al joven que crecía entre tertulias literarias, libros, amigos y novias.

Sus inquietudes encontraron perfecto nido en la revolución soviética. En el libro “Movimiento Obrero y Luchas Sociales en RD” lo califican de “obrerista y socialista”. Escribió una página hermosa, “Rosas Rojas sobre la tumba de Lenin”, homenaje emocionado al coloso. En las tertulias que se centraban en su casa y su carisma se discutieron nuevos textos, el “fantasma que recorría Europa” transitó también por la pacata sociedad dominicana en la mochila intelectual de los jóvenes aglutinados en la Sociedad “El Paladión”.

Otro cambio que lo atrapó ferozmente fue la ocupación norteamericana. El joven era periodista, lo fue toda su vida, y escribió contra esa intervención una columna en el periódico La Opinión, durante los años 1916-1924, titulada “Glosario”; audaz, irreverente, dura, frontal, “Go home Yanquis”, como repetíamos en la Revolución de Abril, 41 años después.

Cayó preso. En la celda compartió ira y afectos con el poeta Fabio Fiallo y el héroe Cayo Báez.

De ahí salió, más combativo que antes, a confrontar la quiebra económica hogareña que causó la negación del “pater familia” a hacer negocios con el gobierno invasor que había apresado al hijo.

Después, la historia se le tuerce, y se tuerce al país. Producto espurio de la intervención, y de errores de Horacio Vásquez, surge Trujillo, avasallante.

Mata, corrompe o subyuga a la sociedad dominicana, en su conjunto. Solo se libran de caer de rodillas los que se exilian o los demasiado valientes.

Resistió casi 10 años. Luego quedó ciego, Trujillo le envió pasaportes diplomáticos para él y su esposa, una cita con el oftalmólogo más reputado, y un revolver de ñapa. Se dejó convencer. Viajó, recuperó la vista. Dos meses después, se inscribió en el Partido Dominicano, cooptado, él también, como muchos otros miembros de El Paladión, por la máquina de poder y de sangre que fue el trujillismo. Lo demás, es la pequeña, triste historia de la doble vida de un hombre vencido, pero no convencido.

En el plano político, funcionario, apologista del “Jefe”; en la casa, refugio de funcionarios que en la tertulia segura se despojaban del alfabeto triste de loas, para gemir e imprecar entre crujir de dientes ante la tragedia de su generación y de la República, ese hombre precursor en el país de ideas socialistas y proletarias se dedicó a enseñarme.

Dirigió mis lecturas, en lo que pudo, porque excedí sus límites y leí por mi cuenta desde entonces. Estimuló mis aspiraciones de escritora, permitió la presencia de la niña que aún era, en el círculo virtuoso de esa peña donde se juntaban intelectuales criollos y refugiados españoles inolvidables.

Aprendí de él, fue un privilegio dentro de la cultura de la Era, a buscar, a amar la libertad. También, el don de dar y de donar.

Creyó en mí, yo en él, aunque pedí varias veces que me explicara porque no se había ido al exilio junto a Bosch, su gran amigo. La última lección de dignidad me la dio cuando, después de ejecutado Trujillo, se negó a recibir una jubilación que le ofrecía Balaguer porque la oferta incluía que yo no siguiera combatiéndolo.

Vivo, tratando de cumplir con lo que escribió en mi álbum de autógrafos: “Fui carne de pecado, vida de ruidos. Soy anhelo de bien, deseo de silencio. Seré polvo y recuerdo, nada y todo. Pero quedarás tú, por mí y de mí, para hacer y ser todo lo que yo quería hacer y ser y no pude”.

Escribo sobre Francisco Prats- Ramírez. Papá, quiero que leas este En Plural, mañana.

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