Opiniones
De vertedero a jardín: El milagro de Dio Astacio en Santo Domingo Este

Por Milton Olivo. (*)
Había una vez un lugar, cuya costa era bañada por el Mar Caribe, llamado; Costa del Faro, Santo Domingo Este.
Durante muchos años, ese territorio, aunque lleno de gente trabajadora y noble, parecía condenado al abandono. Las calles estaban cubiertas de basura, la inseguridad caminaba sin miedo y los niños crecían sin parques, sin música, sin sueños en otro idioma.
Los vecinos decían que era un lugar olvidado. Que allí solo llegaban las promesas en tiempos de elecciones, y que la esperanza había decidido empacar sus cosas e irse a otro lado.
Hasta que un día, como salido de una historia diferente, llegó un hombre. No venía con capa ni con corona, sino con una Biblia bajo el brazo y una agenda llena de proyectos. Su nombre era Dio Astacio, y decía que venía a servir.
Muchos dudaron al principio. ¿Qué podía hacer un pastor donde otros políticos habían fracasado? Pero él no se detuvo a discutir. Se arremangó la camisa, caminó las calles, habló con los vecinos y empezó a trabajar. Su primera promesa fue sencilla: “Vamos a limpiar el alma del municipio… empezando por sus calles”.
Y así fue. Lo que era un vertedero al aire libre comenzó a transformarse. Las montañas de basura desaparecieron, y en su lugar aparecieron flores, árboles y espacios limpios donde los niños podían volver a correr. Las esquinas oscuras donde el miedo se escondía fueron iluminadas y vigiladas. Las aceras volvieron a ser de los peatones, y los hierros viejos que ocupaban las calles fueron removidos como se quita el polvo de una historia olvidada.
Pero no se trataba solo de barrer y sembrar. Dio quiso sembrar también en la gente. Enseñó inglés y música a los niños, llevó médicos a los barrios, y le dio voz y herramientas a los que soñaban con emprender. Organizó ferias de empleo, talleres técnicos y eventos culturales donde la comunidad descubrió que también podía crear, crecer y creer.
En menos de un año, Santo Domingo Este ya no era el mismo. No solo se veía diferente, se sentía distinto. La esperanza, aquella que se había marchado, empezó a regresar en bicicletas, en cuadernos nuevos, en melodías de flautas y tambores, en el olor a empanadas de una emprendedora que volvía a vender sin miedo en la acera.
Y el pueblo empezó a contar su propia historia, no como un milagro caído del cielo, sino como el fruto de una siembra honesta, constante, y valiente. La historia de un pastor que creyó que la política podía ser decente, y que el servicio público debía doler, como duele el sacrificio verdadero.
Desde entonces, muchos comenzaron a verlo no solo como un alcalde, sino como algo más. Como el tipo de líder que el país entero podría necesitar. Alguien que transforma no solo los espacios, sino también los corazones.
Y así, Santo Domingo Este, aquel lugar que fue vertedero, se convirtió en jardín. Un jardín que florece, porque alguien decidió regarlo con amor, valores y compromiso.
(*) El autor es escritor, ensayista e historiógrafo residente en la Costa del Faro, Santo Domingo Este.
