Opiniones
Psiquiatría Geopolítica: la medicina ante el geo conflicto actual

*Por Milton Olivo (*)
Vivimos una era en la que la hegemonía global ya no se sostiene en la fuerza moral de sus principios, sino en la ansiedad por no perder el trono. La política internacional, lejos de mostrar madurez o visión, se asemeja cada vez más al comportamiento de una estructura de poder enferma, reactiva, obsesiva, que se defiende con violencia frente al cambio. Así, el excepcionalismo norteamericano, otrora motor del orden liberal internacional, ha entrado en una fase de crisis narcisista, acentuada por el ascenso de potencias como China, la consolidación de bloques alternativos como los BRICS, y una creciente pérdida de legitimidad moral ante el mundo.
Desde esta óptica, la psiquiatría política o geopolítica —una noción más metafórica que disciplinar, pero útil analíticamente— puede ayudar a interpretar el actual desorden internacional como una crisis psicoemocional del poder occidental. Al igual que un individuo en decadencia, Estados Unidos y parte de Europa muestran síntomas de negación, agresividad, falta de empatía y pérdida de conexión con la realidad global.
La teoría de la «trampa de Tucídides», acuñada por el historiador Graham Allison, plantea que cuando una potencia emergente desafía a una potencia dominante, el conflicto es casi inevitable. Esta narrativa, inspirada en la guerra del Peloponeso entre Esparta y Atenas, parece replicarse hoy entre Estados Unidos y China. Pero a diferencia del pasado, lo que tenemos frente a nosotros no es solo una competencia entre intereses, sino un choque de psicologías colectivas.
China, desde una estrategia basada en el largo plazo, el comercio, y la inversión infraestructural (véase la Iniciativa de la Franja y la Ruta), ha evitado caer en provocaciones directas. Estados Unidos, en cambio, ha respondido con tácticas erráticas como guerra comercial, bloqueo tecnológico, sanciones y aranceles, especialmente durante la era Trump. Este tipo de reacciones no son únicamente geopolíticas: son expresiones del miedo a perder el control. Es la expresión, en términos psiquiátricos, de una crisis de identidad de una potencia en decadencia relativa.
Uno de los rasgos más preocupantes del presente orden (o desorden) mundial es la desaparición de la empatía como principio rector de la diplomacia. La incapacidad de occidente para reaccionar con humanidad ante el sufrimiento del pueblo palestino, por ejemplo, no es solo un fracaso moral, sino un síntoma de una patología más profunda: la deshumanización del otro, la incapacidad de ver al diferente como sujeto de derechos y dignidad.
Esta carencia no es reciente. Desde Irak y Afganistán hasta Libia o Siria, la política exterior occidental ha mostrado una tendencia constante a intervenir sin comprender, a destruir sin reparar, y a reducir conflictos complejos a lógicas binarias de “bien contra mal”. Es un comportamiento que, en términos clínicos, podría describirse como defensivo, egocéntrico, y basado en una lógica de poder narcisista.
El retiro progresivo de China y Japón de los bonos del Tesoro estadounidense es una señal clara de pérdida de confianza en la estabilidad de la economía norteamericana. La búsqueda de alternativas al dólar por parte de los países del BRICS, y el intento de crear monedas digitales soberanas, muestran una intención de desacoplamiento financiero. Esto no es un simple ajuste técnico: es la manifestación de una nueva arquitectura económica que ya no gira en torno a Washington.
La economía, en este contexto, funciona como un sistema nervioso: si el corazón (el dólar) deja de latir para ciertos actores clave, el cuerpo global comienza a buscar nuevas fuentes de oxígeno. Y es precisamente eso lo que ocurre: los BRICS actúan como redes neuronales paralelas, construyendo rutas financieras, comerciales y políticas alternativas a las de Bretton Woods.
Uno de los grandes fracasos de la política exterior estadounidense en la última década ha sido la ausencia de una estrategia de largo plazo. Mientras China planifica a 20, 30 y hasta 50 años, Washington gobierna con una lógica electoral de cuatro años y una estrategia internacional basada en la reacción, no en la previsión. Esto ha llevado a que su influencia disminuya, no solo por el ascenso de nuevos polos, sino por su incapacidad de adaptarse a un mundo posoccidental.
El desprecio por los acuerdos internacionales —desde el Acuerdo de París hasta el pacto nuclear con Irán— ha erosionado la credibilidad de EE. UU. como actor confiable. Esto va más allá de la geopolítica: es una desconfianza en su salud moral y diplomática, una suerte de aislamiento voluntario en nombre de una supremacía que ya no se sostiene ni económica, ni política, ni éticamente.
Si el poder puede enfermar, entonces también puede sanar. Pero para ello, es necesario aceptar el diagnóstico: Occidente está en crisis no por haber perdido su lugar, sino por no saber cederlo con dignidad ni transformarlo en otra forma de liderazgo. La psiquiatría geopolítica no busca reducir la política a patologías individuales, pero sí puede ofrecer un marco para pensar los síntomas del poder desbocado: el narcisismo, la paranoia, la negación, la agresividad sin causa clara, y sobre todo, la pérdida de empatía.
Tal vez ha llegado el momento de una diplomacia terapéutica, donde los estados aprendan a escucharse, a compartir responsabilidades y a tratar al otro no como enemigo, sino como parte de un cuerpo común que, si se fractura, nos arrastra a todos.
(*) El autor es escritor, novelista y ensayista.
