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Opiniones

Sentir la música

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Ivelisse-prats-de-perezPOR IVELISSE PRATS RAMÍREZ.

Aunque empecé a estudiar desde que aprendí a leer, hace más de tres cuartos de siglo, y continúo haciéndolo, repito cada vez con más frecuencia como el filósofo: “Solo sé que no sé nada”.

La velocidad de los cambios hace a las verdades convertirse en falsías, nombres desconocidos nos confrontan, nos desafían con sus teorías, el mundo se vuelve ancho y ajeno, nuestros repertorios cognitivos resultan obsoletos.

A veces, me conforto con el hallazgo de un concepto que hace guiños a alguna idea mía, un “deja vú” que dura poco y solo sirve para ponerme más ansiosa.

No sé nada. Y lo que menos sé, es sobre música. Estoy casada hace 43 años con un melómano furioso, capaz de encerrarse muchas horas a escuchar, tarareando además, sinfonías y óperas, luego venir a la cama en trance, y en la mañana condenar como pecado capital cualquier comentario que le parece banal, desde su paraíso sonoro.

Mario Emilio posee vasta cultura musical, fundada en un profundo, amor que no sé cómo surgió en su vida. Ha realizado todos los cursos habidos y por haber, los primeros con don Julio Ravelo, y dialoga con propiedad con “gurús” como Julio de Windt y Carmen Heredia.

Como una más de las muchas diferencias que caracterizan nuestra relación -Mario define nuestro matrimonio como una relación belicosamente estable- los conocimientos musicales de él, y mi total ignorancia al respecto cohabitan, no sin algunas escaramuzas.

A mi marido le parece inconcebible que yo rezongue, cuando a las tres de la madrugada me despiertan y desvelan los acordes del Coro de los Esclavos Hebreos de Verdi, uno de sus trozos musicales favoritos.

A mi vez, aunque lo acompaño frecuentemente en sus banquetes musicales los miércoles de temporada, confieso que a veces me asalta el deseo perezoso de que esa noche nos quedáramos leyendo a gusto en casa.

Porque no sé nada de música, y la pasión y los experticios de Mario no se contagian, he escrito una sola vez sobre el tema; hace años, cuando un concierto de guitarra clásica tocó cuerdas de mi sensibilidad.

Hoy vuelvo a hacerlo. Porque el pasado miércoles, en el penúltimo concierto de temporada comprendí que la música no existe para que se la entienda, para exponer sus teorías, explorar su historia ni dominar sus técnicas.

Dios la creó, la encarnó en genios humanos que componen, que tocan o cantan para que la sintamos. Su misión, es esa, emocionarnos, y yo me emocioné esa noche con un sentimiento ilógico, palpitante, similar al primer amor que se abalanza sobre una sin aviso, avasallante.

Ese nuevo primer amor me encontró entre los acordes de la Orquesta Sinfónica Nacional de la que siento orgullo. ¡Cuánto ha crecido desde que conocí en la tertulia paterna a ese joven exiliado español introvertido y visionario Enrique Casal Chapí!

La sentí en mi ser energizado en el asombro, en la especie de éxtasis que tantas veces no había entendido en Mario. La música, sin glosas eruditas en la feliz ignorancia de tempos, movimiento y géneros. La música, una flecha amorosa llegando directa al corazón; la música, como quería Juan Ramón la poesía, vestida de inocencia.

Sonaba el arpa. Cristalinos sonidos, aguas rumorosas, blandos céfiros. Manos que visten el aire la pulsaban, como palomas mansas.

No importa quién compuso la pieza. Lo decisivo es que un ángel trigueño, salido de un cuadro de la Capilla Sixtina, con todo y arpa, crea una forma inédita de emoción y nos eleva, nos redime de todas las fealdades. Sí, es un ángel.

Después, la figura delgada y frágil del ángel que en la tierra se llama Martha Johanna De Luna y enseña en escorzo su extrema juventud, se desplaza. Toca ahora el piano. Las manos -palomas se vuelven mariposas, aletean en los pizzicatos tan rápidas, tan rápidas, apenas parecen rozar el teclado, que responde dócil a esos efluvios magnéticos.

Un descubrimiento, musita, asombrado, encantado Mario. Su juicio está tejido junto al gozo estético con sus conocimientos y experiencias.

Para mí, también es un descubrimiento, tanto más importante, cuanto que no he dispuesto como Mario de brújula y bitácoras previas. Es un encuentro puro, esencial, deslumbrante, directo, sin mediaciones técnicas, con la música.

Sigo sin saber nada sobre ella, pero la sentí: mientras escribo este En Plural la sigo sintiendo.

Aunque no descubra más certezas en la vida, y siga repitiendo, “solo sé que no sé nada”, podré decir también, parafraseando a otro filósofo: “Siento, luego existo”.

Tengo una deuda de gratitud por el nuevo sentimiento. La cumplo, bendiciendo. Dios te premie, Martha Johanna, por este don que me acerca más a Dios. Y a Mario Emilio.

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