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Opiniones

Reflexiones de casi un siglo vivido en España

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Por Antonio García Fuentes.-

JAÉN, ANDALUCÍA, España.- Como nací en 1938 y en un miserable país (España) que se autodestruía en la peor de las guerras, cual es “la civil”; en la que asesinan a mi padre y nos dejan en la miseria a mi madre y a mí, destruyendo igualmente toda mi familia, de los que algunos mueren y otros huyen empujados por las hambres y miserias consecuentes de la plaga “guerracivilista”; y en un municipio (Mancha Real) donde la inmensa mayoría de habitantes (al igual que en el resto de Andalucía y en igual proporción en el resto de “españa”) los que no morían de hambre, sobrevivían miserablemente, más “como siervos de la gleba”, que como seres humanos.

Habiendo pasado de esa gran miseria, hasta llegar a las “sobras abundantes de medios”, como para reírme del miserable mundo donde vine (“o me castigaron”) a vivir… Me considero bien documentado, como para en un apretado boceto, relatar la enorme aventura de quienes como yo, que son innumerables, pasaron de “casi no tener nada a tener sobras de todo; de vivir en inmundas viviendas, incluso con paredes de adobe (algunos en cuevas naturales; que yo vi) y techos de paja o vegetales; careciendo de agua incluso y de inmundo retrete comunal o “pozo ciego); y lo que quiera imaginar “quién esto lea”; de que fuimos unas generaciones castigadas; a pasar desde el “Neolítico”, o era parecida, a como hoy me ocurre a mí, que conduzco un vehículo propio, “que me regula el ambiente, e incluso me calienta las espaldas”; cosa imposible de creer salvo para quienes lo hemos vivido y pasado por, “los viacrucis” que la vida nos proporcionó y a los que hubo que hacer frente, con los inmensos miedos consiguientes; pero con “las agallas” suficientes para irlos superando, sin nunca; “haber sido llamados ante un juez para responder de nada”.

No me sorprenden ya ni los suicidios del “hoy”, puesto que con los que había en aquella tristísima infancia y cercanos a mi entorno, me sobran experiencias para imaginar, las masas de desgraciados, que bien, “ahorcándose o por otros medios, desaparecían de aquellas horribles vidas, ya que la muerte la considerarían como liberación”… Imagine el lector que se queja de que, “la vida no se puede vivir hoy y trate de imaginativamente situar las escenas de aquellas miserias máximas”; y donde y por ejemplo, “la tribu más salvaje o atrasada de aquella época en que el planeta aún no habría llegado a los dos mil millones de habitantes”… vivirían (como hoy las pocas que quedan) en una envidiable felicidad natural, pegados a la Madre Naturaleza, única escuela que desde la noche de los tiempos, los enseñó; hasta que llegaron “las civilizaciones” y crearon, las muchas “selvas peores; que desde hace mucho tiempo y hoy más podridas, padecemos el mono humano”.

Yo he visto desde encender un cigarro, liado con tabaco cultivado en cualquier terreno propicio para ello, y encender el mismo, con una trozo de pedernal, golpeado con otro de hierro, logrando la chispa para prender, la yesca cogida en vete a saber qué tipo de plantas silvestres, por aquel pastor “de la escena”, que abrigado con una zamarra de burda piel de oveja, fumaba con delectación aquel maloliente tabaco verde; como igualmente, mi alma de muy niño, disfrutó de un concierto inigualable (he estado en Berlín oyendo su Filarmónica), en el asentamiento de una manada de ovejas, que al anochecer se asentaron en las afueras de aquel pueblo, y cuyo pastor, sacando de su zurrón, una rústica flauta de caña común; “sacó de la misma los sonidos más maravillosos que yo he disfrutado a lo largo de mi larga vida, y que disfruté aquel anochecer de aquel verano siendo yo muy niño”.

He ido a dormir acompañado de mi abuela materna (mi madre estaba trabajando como “sierva” en la cercana capital y donde yo nací) en el por otra parte, más “caliente y maternal cama que yo haya disfrutado”, pero alumbrados por un candil, cuyo combustible era el aceite de aceituna, y una “torcía” que dosificaba el mismo, para producir, aquella mortecina luz, la que era apagada, con “el soplo humano”, que precedía a las tinieblas, alguna conversación entre abuela y nieto y a dormir, pegaditos los dos, en “un calor”, nunca disfrutado jamás.

Mis baños, se iniciaron en una palangana o jofaina, con agua traída de la fuente en cántaros o cubo de cinc, que aquella admirable mujer, tenía que transportar a diario para los usos imprescindibles; después y ya trabajando a los siete años “en la capital” y hasta casi que me llevaron “a la mili”, conocí el agua corriente y luego (al fuego) caliente, en un lebrillo o tinajón de barro, luego barreño de cinc, y con la ayuda de “una olla de agua caliente”; darme un baño, enjabonado con ese buen jabón, que se hacía con “el aceite sobrante de los fritos” y ayudado por, aquellas fuertes fibras de las sogas de esparto, ya desechadas y que, “te essollaban” la piel (al decir de mi abuela) y te dejaban tan limpio “como los chorros del oro”, lo que aquella noche, te hacía dormir “como los ángeles”.

Desde viajar a lomos de una burra, pasando por todos los vehículos conocidos que por tierra mar y aire, los he conocido todos o casi todos, puesto que cuando viajar en avión era un verdadero lujo; he fumado cigarros puros a bordo y sin molestar a nadie, puesto que los aspiradores de humo, lo “chupaban” con una precisión y rapidez, que ni molestaba a mi esposa que estaba sentada a mi lado. Desde comer acompañado bajo cualquier árbol en ribazo de carretera, “pan y alguna lata de conserva y unos tragos de vino que en previsión llevábamos dos vendedores de mercancías, en aquella motocicleta en la que yo viajaba de paquete; todo ello para ahorrar los mínimos gastos del día”… hasta haber cenado, más de una vez, en el Lido de París o el Molino Rojo y con champán francés; he conocido innumerables figones, casas de comidas, chiringuitos y muy buenos restaurantes, nacionales y extranjeros.

Eso sí, nunca fui descalzo, me cuidaron tan bien desde niño, que siempre llevé como mínimo alpargatas y los domingos y fiestas “de guardar”, zapatos de piel; como tampoco pase hambres; los cuatro miembros de mi verdadera familia (Abuela, madre y dos tíos) “pasarían lo que pasaran”, pero a mí, nunca me faltó, primero la teta de mi admirable madre, que me la dio, generosamente dos años o más; y luego, “el canto de pan con aceite de aceituna y un poco de sal gorda encima”, nunca me faltó… “también comíamos caliente, cuando había medios para ello, pero eso eran lujos a conseguir con muchos esfuerzos y de los que no saben, nada más que, aquellos labriegos o campesinos sin tierras”.

No quiero presentarme como excepción; puesto que la primera vez que estuve en Viena (1993) el guía dijo entre las otras cosas de aquella capital de Imperio, aún había bloques de viviendas habitadas, con “retrete común”, y pequeños apartamentos, para gente “sin posibles”; o sea que como decimos en mi tierra… “donde hay tejas hay pellejas; y en todas partes cuecen habas”; “el mono humano es igual en todos lados”… Hoy termino aquí, puede que les cuente más cosas, pero ni yo sé cuándo mi alma estará dispuesta a hacerlo; aparte de que, ¿a quién interesa hoy estas cosas?

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