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Opiniones

La importancia de la cadena perpetua

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Por Manuel Vólquez.-

Seré siempre partidario de que en la República Dominicana algún día se establezca la cadena perpetua como norma jurídica para sancionar, comprobadas las evidencias y siguiendo el debido rito procesal, los delitos de alta gama cometidos por funcionarios públicos y otros sectores de la sociedad.

Mis legítimas aspiraciones en el nuevo año 2022 es que se legisle para imponer ese de castigo en nuestro país, pues funciona a la perfección en otras naciones. Es una forma de detener esa aberrante práctica delictiva.

Naturalmente, habrán legisladores que se opondrán por razones políticas, sobre todo aquellos que responden a los intereses de los partidos políticos que gobernaron en el pasado y permitieron a sus funcionarios echarse en los bolsillos parte del presupuesto asignado a las instituciones gubernamentales. Es posible que también se opongan los que desde la oposición aspiran en el futuro a enriquecerse ilícitamente desde las arcas del poder.

Llevamos décadas observando cómo algunos servidores estatales depredan los recursos públicos, adquieren millonarios bienes muebles e inmuebles, disponen de suntuosas cuentas bancarias locales y fuera del país y luego se van del poder como si no hubiera ocurrido nada. La impunidad, la omisión y la complicidad son sus mejores aliados. Es tiempo de frenar esas perversas depredaciones y encerrar de por vida a los ladrones, encasillados en la norma procesal como delincuentes de cuello blanco.

La solución a esos delitos gravosos es aplicar la cadena perpetua, un término jurídico utilizado para referirse a una variedad de penas privativas de libertad de por vida.

De paso, una sanción de este tipo debe ordenar el decomiso del dinero sustraído al Estado dominicano y los bienes adquiridos de forma fraudulenta.

Esa normativa está vigente en los códigos penales de países latinoamericanos como Argentina, Colombia, Chile, Honduras, México y Perú. Nicaragua, creo, también estaba en la ruta de establecerla.

Los delitos por los que se puede ser condenado a prisión a perpetuidad en América Latina incluyen versiones agravadas de asesinato premeditado, homicidio, violación, secuestro, desaparición forzada y tortura, así como por pertenencia al crimen organizado y traición a la patria.

Yo agregaría, en el caso dominicano, el delito del narcotráfico, lavado de activos, tráfico de personas, organización de viajes ilegales y el robo descarado de los fondos públicos.

Otras naciones europeas como Polonia, Austria, Suiza, Rumanía, Eslovenia, Alemania, Francia, Italia, Inglaterra y Bélgica permiten revisar esa penalidad, aunque no tiene sentido porque daría oportunidad a que ese preso retorne a sus acciones delictivas. Lo ideal es que permanezcan en prisión hasta que dejen de respirar. Admito que es una sugerencia radical, pero es la única fórmula de parar esas acciones.

En Estados Unidos, las cosas funcionan diferentes. Las penas de prisión están determinadas por unos lineamientos preestablecidos por la Comisión de Sentencia (USSC, siglas en inglés) que dice que prácticamente todos los delincuentes condenados por un delito federal son liberados y regresan a la sociedad o son expulsados del país en caso de ser extranjeros, si demuestran buen comportamiento. Sin embargo, entre los casos para los que se recomienda prisión perpetua, sin libertad condicionada, están asesinato, traición, ciertos delitos de narcotráfico y trasiego de armas de fuego.

Por igual, aspiro a que muchos dominicanos desistan de buscar una mejor forma de vivir arriesgándose al cruzar el mar Caribe hasta alcanzar las costas puertorriqueñas y desde allí llegar a los Estados Unidos. Que abandonen la idea de ingresar al territorio norteamericano vía Centroamérica a través de los llamados “coyotes”.

En ambos casos, hay un núcleo social que lleva muchos años operando y ganando dinero a costa de los desesperados viajeros indocumentados: las redes internacionales que se dedican a la trata de personas por tierra, mar y aire.

En el caso de la República Dominicana, son miles los extranjeros ilegales de diferentes nacionalidades introducidos por esas organizaciones por la frontera dominico-haitiana, prevaleciendo en ese proceso la cifra de haitianos.

Los viajes irregulares hacia Puerto Rico han aumentado los últimos meses, pese a la vigilancia montada por las patrullas costeras. Mientras más personas mueren y desaparecen en esas peligrosas travesías, más embarcaciones son lanzadas al mar repletas de pasajeros. ¿Qué está ocurriendo?

Para esas giras, se paga sumas elevadas de dinero a los organizadores. Hombres y mujeres incluso venden propiedades o incurren en otros sacrificios financieros para lograr un cupo en una frágil yola de fabricación doméstica, sin ninguna garantía de que llegarían ilesos o vivos a su destino final.

Se han contado numerosas atrocidades en esas travesías, entre estas arrojar al mar a las mujeres que les llega la menstruación para evitar el acercamiento de los tiburones, animales que huelen sangre humana a largas distancias.

También son muchos los casos de las mujeres maltratadas y abusadas sexualmente por los organizadores. Estos salvajes se aprovechan de la desesperada situación de esas damas para amarrarlas en las manos, en los escondites de los montes o en casas improvisadas, para luego penetrarlas de espaldas en contra de su voluntad y si se niegan, las abandonan a su suerte. Hay cientos de testimonios sobre esa realidad, como las narraciones de las haitianas que dijeron que fueron violadas en la travesía desde la ciudad texana de Del Río cuando pretendieron ingresar al territorio norteamericano.

Si revisamos los registros periodísticos, encontraremos pocas sentencias penales en Dominicana contra los patrocinadores de esas giras, marítimas o terrestres. Tampoco lo vemos en lo que respecta a los organizadores por aire.

Creo que la única manera de acabar con esas riesgosas peregrinaciones es introduciendo la cadena perpetua en nuestro Código Penal.

Una sanción jurídica como esa, nadie estaría dispuesto a enfrentarla; pero para aprobar esa legislación se necesitaría del consenso de los actores políticos, las iglesias y otros sectores de la sociedad dominicana, que a todo se oponen. Llegó la hora de actuar. No somos la excepción a esta regla.

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